Te
envié mi canción,
completa
y profunda,
escrita
con el corazón,
tinta
de mis versos
anclados
en mi despertar,
en
mi dominio sin dominar,
en
el poema de mi sin razón.
Viajó
ella como la brisa
del
invierno fresco,
entre
nubes de silencio
para
que tú la conocieras
y
la sintieras fuera de la prisa
de
la vida que nos enreda,
en
laberintos tan complejos.
Subió
montañas, muros, cimas,
colmó
de paz el suburbio
de
la noche más oscura,
se
abrió camino fuerte
y
convencida de ser tu rima,
el
son de la amante más perenne,
amor
sin fin entre las almas puras.
Fue
veloz, leona, fiera
diosa
de su alma transparente,
emblema
de tus fronteras,
sonido
dulce de frutos venideros,
espejo
de tus emociones
y
de las que en mí se anclan
y
que se arrancan al observar mis miedos.
Y
llegó hasta tu presencia
exhausta,
libre y sincera,
para
ser oída, comprendida e integrada,
para
compartirse y ser así
un
ritmo, la voz más cercana a tu alma...
Así
sentiste la fragancia de mi voz,
entera
y discreta,
envuelta
en mi música,
en
sensación, eco de la luz
que
conmueve intenso
el
anhelo de sentir amor,
amor
verdadero cuyo nombre eres Tú.
Tú...
mi interminable resonancia,
danza
de mis estrellas,
prestigio
de ser en ti
lo
que eres tú dentro de mí,
deseo
de serte y beberte,
ahogarme
de tu agua
para
no contenerme,
para
derramarme en tu alma
iluminándome,
ardiente
entre
tu océano en llamas...
No
importa si no soy
esa
voz que tú esperabas,
tú
sí eres melodía
que
despierta en mi la danza,
el
fulgor de mi color,
tonalidad
de la alegría
que
me expande y que te alcanza...
Arael Líntley
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