Perdida,
sedienta del abrazo cálido que me habías prometido tantas veces,
caminaba por el desierto de la vida que no había decidido vivir, el
camino que no había tomado yo por propia voluntad, inmersa en un
bosque de desconciertos, de desaciertos, lejos de quien debía ser,
aislada de mi propia esencia, apagada dentro de mí misma.
El
cielo mostraba siempre las mismas y eternas estrellas, con el mismo
mensaje, “mírame”, algo que no entendía, ¿qué debería mirar
y por o para qué? Mi alma lloraba a cada insulso paso, por cada
respiración sin sentido, por cada pregunta que no sabía
responderme.
Y
entonces caí en un hueco profundo de la tierra, oscuro, envuelto en
un aterrador silencio, en una soledad que me asustaba y que me
enloquecía, gritando tu nombre para que me rescataras, para que me
salvaras de mí misma, de mi propio infierno.
Mi
grito se ocultaba entre mis lágrimas, mi voz se palidecía, mi
llanto me ahogaba hasta no permitirme tomar aire, en el sollozo de un
alma condenada.
Me
ofuscaba entre las tinieblas de mis más terribles temores, buscando
la manera de alcanzarte, de tomar tu mano y salir de aquel lugar que
me mantenía atrapada.
Pero
un día entendí que debía ser valiente, fuerte, y construí una
escalera con cada pedazo de mi alma que se había ido desgarrando de
mi pecho. Lo que me hizo daño me convirtió en una guerrera, una
luchadora que tendría que salir hacia delante sola, enfrentándose a
cada fantasma, a cada sombra y olvidar que tú podías estar cerca.
Así
fue cómo murió aquella mujer asustadiza, enterrada entre sus dudas,
dejando atrás la debilidad, el miedo, la idea absurda de que alguien
debía ayudarme, alguien debía sostenerme, alguien debía ver cuánto
valor había en mí, pues la única persona que debía amarse y
valorarse era yo misma.
Poco
a poco, fui curando mis heridas, y mi alma se fue recomponiendo, y
entonces, apareciste tú, como un espíritu errante, encerrado en tu
propio bosque de dudas, y pasé de ser la anhelante mujer que deseaba
ser rescatada a ser la anhelante mujer que deseaba rescatarte
desesperadamente.
Arduos
aprendizajes que nos pone la vida, o tal vez los creamos nosotros
mismos para superarnos.
Cometí
dos errores, uno, amarte y desearte a ti por encima de mí misma,
otro quererte liberar, cuando ya había descubierto que sólo uno
mismo puede hacer tal cosa.
Así
que mi alma, cuyo amor hacia ti era tan grande como la fuerza que
había ganado en mi búsqueda interior, te envió un susurro como
llave para tu liberación, mientras yo continuaba mi paso hacia mis
sueños, que ya lograba atisbar como una realidad que se asomaba
frente a mí y me hacía sonreír.
No
quise renunciar a mi propia sonrisa, a mi felicidad, pero miraba
hacia atrás para verte, para seguir susurrándote desde mi ser donde
estaba la salida de tu cárcel, porque, a pesar de todo, aunque yo
estaba ya entrando en otros mundos de amor y de luz, si tú no
lograbas escapar de aquello, algo de mí se quedaría contigo... Mi
voz...
Mi
voz, que siempre te acompañaría, siempre, para guiarte, para
cuidarte, para que un día, pudieras devolvérmela mientras yo te
entregaba la mirada que tú me regalaste aquel día en nuestra
despedida, en otros mundos creados a través del sueño, ilusión que
quedó grabada en mis pupilas...
Arael
Elämä